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Bate
sus alas a velocidad de vértigo. Sus ojos buscan en el último momento el mínimo
resquicio para colarse revoloteando. La fuerza de su corazón deja una estela
dulzona en el aire preñando de alegrías los campos. Da vueltas, vueltas y vueltas,
chiflado, embravecido, envalentonado. Y de pronto cae. Juan cae entre las
caricias de los trigales riendo, escapándosele los pies por la boca.
La
fragancia del campo eriza cada poro de la piel, el pulso acelerado de su vuelo,
renueva su deseo de ver el mundo más allá del ser. El silencio se hace eco en
sus manos, sus manos contienen todo el espacio y empieza a sentirse pequeño. Un
espíritu dinámico de presencia inadvertida le lleva a la inmensidad de todo lo
que le rodea y con fuerza empieza a aletear sus alas para mirar a los ojos al
destino.
Juan
es un gigante entre las altas espigas y tiene que agazaparse para no asustarse
las alas. Zumban como un escuadrón de aviones antiguos y chirriosos a su
alrededor. Y corre agachado mordiendo el aire y entorna los ojos para ver, para
ver a través de los ojos de la libélula.
Observa
con grandes orbes como corre la vida, como el sublime ritmo de las mentiras y
las envidias, hunde las murallas del hombre. Los caminos en el aire los
han asfaltado, a las flores les han cortado el rubor, las nubes tienen hambre
de vida y Juan continúa con su viaje. Busca la libertad de las alambradas, la
cima del paraíso con su aleteo, la luz de las aureolas vigías y el olor de un
beso caliente antes de que le corte las alas la muerte.
De Carlos B.T. y txè!
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